Cuando nació el mundo el ser humano no se conocía. Se acercaban las pocas personas que había y no confiaban unos en otros. Por aquel entonces, una joven intentó comunicarse con los demás para construir un refugio ante un invierno que se presentaba muy duro. No existía el lenguaje, ni la comunicación oral. Lo primero que salió de su boca fue la palabra “alana”, así que los demás pensaron que ese era su nombre.
A partir de ese momento, a la joven la llamaron “Alana”.
Alana se esforzó por construir lazos de unión con el resto de las personas que había en el mundo. Entonces eran muy pocas. Con gestos, con acciones, con voluntad y con la incipiente palabra construyó una forma de relacionarse con ellos y consiguió que creciera su comunidad.
Con el tiempo esa comunidad se hizo fuerte, construyó lazos de unión con otras comunidades, creó estructuras de organización y desarrollo. La vida allí era más sencilla gracias a la capacidad que tenían para buscar el beneficio mutuo y aportar valor a los demás.
Alana no fue coronada reina, ni impulsó una religión. Simplemente ayudó a los demás a establecer relaciones de confianza para que su vida fuera un poco mejor. A través del diálogo, la experiencia y su capacidad de empatía, Alana consiguió hacer fuertes a los demás y crear ese refugio en el que desarrollar sus vidas. Durante muchos años, cuando alguien quería construir una comunidad alrededor de relaciones de confianza se inspiraba en Alana.
Quizá no hayas escuchado nunca hablar de Alana, pero su espíritu fluye en los grandes proyectos que han transformado el mundo. Yo no sé si es una antigua leyenda de una civilización perdida o, simplemente, una historia en la que inspirarse, pero quiero pensar que es una buena historia. Ahora Alana también puede estar en tu proyecto.
Tú decides.